Cuando Cristina Fallarás entró, no mucho después de las cinco y media de la tarde, yo acababa de colgar el teléfono. No venía sola. Yo había llamado a nuestra colaboradora en Londres, Sandra Varas, para ver si tenía algo: el martes nos había mandado una apertura con las declaraciones de dos asesores jurídicos del gobierno de Blair en la comisión que investiga la participación británica en Irak. Ese miércoles declaraba el ex fiscal general. Pero la llamada se cortó: una voz grabada me informó de que el saldo se había agotado. Me acuerdo que miré a Ivan Vila, al que sólo se le ven las cejas y los caracolillos engominados sobre la frente asomando por encima del ordenador, para contárselo. Aunque antes me aseguré: descolgué el teléfono de mi mesa, marqué el número de Varas y pasó lo mismo. Poco después entraron ella y Arcadi Espada.
Yo debía tener la cara algo desencajada, algo no demasiado raro a esas horas. La subdirectora, Cristina Fallarás, se acercó y me puso la mano en la espalda: relájate, relájate, que tenemos una reunión muy dura, dijo. ¿Muy dura?, pregunté. Muy dura, repitió y se fue. Me acuerdo que no pensé mucho, quiero decir que no pensé en muchas opciones: que los números no estaban saliendo y que había que apretar los dientes; que la empresa había amenazado con recortar gastos y plantillas y que Espada, como nos había anunciado al principio, no estaba dispuesto, pero que quería que por lo menos lo supiéramos; no sé si pensé también en que nos iban a anunciar que no nos renovarían el contrato a finales de marzo. Porque eso ya hacía tiempo que lo pensaba, como saben algunos compañeros, y no querría ahora confundirme. Fallarás, mientras tanto, había ido avisando a los jefes de sección, para que avisaran a sus redactores: Silvia estaba enferma, y a Iván ya se lo había dicho, así que nos levantamos y nos fuimos para la pecera. Es verdad, me interrumpió el informático de camino a la reunión, parece que para las llamadas al extranjero tenemos una línea de saldo contratada y hay que recargarla. En cuanto esté, te aviso, añadió. Lo que es seguro que no pensé es que Arcadi Espada fuera a dimitir como director de Factual.
La primera reunión fue breve: de pie estaban Almudena Semur y Purificación Losada, las dos representantes de la empresa que trabajan en la redacción, Espada enfrente de Fallarás, algunos periodistas sentados y muchos otros, diseñadores y publicistas incluidos, de pie alrededor de la mesa. Las explicaciones, sucintas, fueron las mismas que luego puso por escrito y que se publicaron en la página dos del periódico del miércoles 27 de enero de 2010, el último periódico de Factual que vio la luz. Los agradecimientos fueron más largos y cercanos que los de la nota publicada. Menos, en todo caso, que el silencio que siguió a su intervención, o eso pareció. ¿Y qué periódico quieren que hagamos?, rompió por fin uno. Que no lo podía saber, dijo, que sólo sabía que no les gustaba el que estábamos haciendo y que sabía que no les gustaba desde el primer día que lo vieron: por ejemplo, era demasiado moderno, dijo. Demasiado complejo, a veces, demasiado bonito, y poco más añadió. Luego hubo quien preguntó también si esa otra orientación que les hubiera gustado imprimirle no tendría que ver también con la política. De tipo ideológico, fue la expresión que recuerdo de su respuesta: dijo otras cosas, casi todas más largas y más rebuscadas. Pero recuerdo ésta: sí, orientación que se refiere también a cuestiones de tipo ideológico, respondió. Yo también pregunté algo: que si los recortes, que yo entendía que se debían a problemas prespuestarios, si no podrían también tener que ver con los resultados de los dos primeros meses. Que no, respondió, pues en todo caso dos meses era tan poco tiempo para juzgar un proyecto, que resultaba delirante cualquier decisión a partir de un período tan corto. Que la acogida del periódico, añadió, no había sido mala, en absoluto, dijo, y citó el “page rank” (o eso entendí yo) de Google. No mucho más de un cuarto de hora después, salimos de la pecera para cerrar el último periódico firmado por Espada –“y me jode especialmente que sea el día del tablet”, había dicho– no mucho después de las seis.
El rato que siguió fue extraño. Aunque enseguida empezaron a abrirse ventanas en el chat de Gmail. Cristina propuso a la redacción escribir y firmar una carta de apoyo al director, y nos pareció bien. Una compañera propuso una huelga: no podemos seguir adelante, vinimos por él, algo así decía su mensaje. Aunque a mí me dio la impresión que sería inútil. Así que fui a preguntarle a su despacho si la decisión era irrevocable. Era la primera pregunta que le deberíamos haber hecho en la reunión, la que habríamos hecho en cualquier rueda de prensa, pero en la nuestra fallamos. El director estaba ocupado; la subdirectora me lo confirmó: era lo primero que, ella sí, le había preguntado. “Absolutamente”, le respondió él. Con esa respuesta, cualquier medida de presión para impedir su marcha perdió sentido. Aún así, volví y esta vez sí entré al despacho: Le pedí al menos que se quedara tras el cierre para volvernos a reunir. Aceptó. “Y entiendo que estaremos sólo la redacción”, dije. “Sí, claro”, y así quedamos.
No mucho antes del cierre, el informático había vuelto para avisarme: cuando quieras ya puedes llamar a Inglaterra. La línea está recargada, añadió con su acento francés.
Continuará…