Rafael Sánchez Ferlosio publicó el 17 de julio de 1988, en Diario 16, un artículo dirigido al entonces recién nombrado ministro de Cultura, Jorge Semprún, que no conviene olvidar ahora que de tantos cánones se discute. Entonces se acababa de presentar CEDRO, que por más que signifique Centro Español de Derechos Reprográficos, y por más que también, como explica el artículo, se presentara en los cursos de verano de la Menéndez Pelayo, era y es una cooperativa privada. No conviene olvidarlo, el artículo, ahora que parece imparable incluso el cánon por préstamo bibliotecario, que gravará cada vez que alguien tome prestado un libro de una biblioteca, sea pública o privada. Todo esto ocurre al mismo tiempo que cualquier matao reclama para sí el derecho a la excepción cultural, esto es, a vivir subvencionado con dinero público porque sus empastes, también llamados película e incluso obra cinematográfica, no hay dios que se los trague, pero tienen, al parecer, algún oculto interés, y que no sería, por cierto, el interés que salta a la vista y a la visa. Quien de verdad no entienda que no se pueden apoyar las dos cosas al mismo tiempo, el canon a las bibliotecas y la excepción cultural, como hacen muchos señores del progreso, debe saber que su enfermedad se llama socialismo mágico, cuyo principio único se reduce a su único fin y que sincroniza perfectamente con el espíritu de nuestro tiempo: «Todo por la pasta, pero sin la pasta».
En fin, les dejo con el artículo.
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«En aquestos escalones»
(A la atención del nuevo ministro de Cultura)
RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO
El nuevo ministro de Cultura, Jorge Semprún, tiene ante sus ojos –y si no las tiene, se las voy a poner yo– dos magníficas ocasiones para entrar con buen pie en el ministerio y demostrar que vale para algo. La primera de ellas es deshacer el más funesto y execrable entuerto cometido por su inmediato antecesor: suprimir la Editora Nacional. Y digo “execrable” porque esa supresión se decidió, según tengo entendido, para no interferir, ni aun en el grado mínimo en que pueda hacerlo una editora estatal, los intereses particulares de los magnates capitalistas de la industria cultural. Una editora estatal está para acoger a fondo perdido todas las publicaciones, sobre todo de obras viejas y antiguas, que, por no ser el dernier cri del último filósofo francés, el furor del lucro del industrial particular de la cultura vacila en publicar. Aún así, parece que fue la industria privada del libro la que, tal vez a la vista de algún éxito de la Editora Nacional, presionó para ayudar a que ésta desapareciese, cosa que acaso el propio ministerio de Cultura secretamente deseaba, para poder invertir en cosas de más escaparate y mayor rentabilidad publicitaria para el Gobierno del PSOE los fondos perdidos en publicar filósofos medievales olvidados. Verdaderamente, aunque fuese verdad que un cierto dirigismo es inevitable cuando el Estado se encarga de estas cosas, prefiero cien veces el dirigismo del Estado al de la mano invisible del furor del lucro del magnate de la industria cultural. Aparte de que el peor dirigismo ha sido el que ha sugerido la supresión de la Editora Nacional, para gastarse el dinero rescatado en espectáculos de “luz y sonido” tan incultos como corruptores, pero propagandísticamente eficaces, o tenidos por tales.
La segunda prueba que espero del ministro de Cultura es bastante más fácil que recrear la Editora Nacional, porque no es un acto de construcción, sino de destrucción, un trabajo de hacha: Talar un cedro. Es sólo una metáfora: Cedro quiere decir Centro Español de Derechos Reprográficos. Por lo visto, en este repelente escaparate publicitario esta vez no del ministerio de Cultura, sino del de Educación, que es la Menéndez Pelayo, han perdido la vergüenza hasta tal punto que no tienen empacho en aprovechar cursos sedicentemente universitarios para presentar cooperativas de intereses privados, como la mencionada sociedad llamada Cedro, en la que 130 magnates capitalistas de la industria cultural del libro, que han conseguido asociar a su iniciativa a más de cuatrocientos escritores, se han arrejuntado para controlar, al modo en que la banda de Al Capone controlaba las máquinas tragaperras, todas las máquinas fotocopiadoras del país, para cobrar un canon de protección por cada fotocopia que se saque de cualquiera de los libros publicados por sus 130 casas editoras. Realmente, lo primero que en esto resulta tan incomprensible como deplorable es el hecho de que más de cuatrocientos escritores ignoren lo que son hasta el punto de apoyar la iniciativa de un grupo de potentados de la industria privada. ¿No saben los escritores que ellos no se deben a sí mismos y a sus propios intereses, como los industriales, sino al público y a los intereses públicos, que su deber no es el de ganar dinero, sino el de procurar que tenga la mayor difusión posible lo que han discurrido y han escrito por creerlo verdadero y dingo de ser conocido por todos los demás? ¿No saben que ser escritor y ejercer la suprema libertad de determinar tú mismo la naturaleza, el sentido y el designio de tu propio trabajo es un privilegio del que no goza ni remotamente ningún otro trabajador pobre ni rico, comer tu pan en paz, sin la constante inquietud y sobresalto por el destino de sus inversiones en que viven los desdichados capitostes de la industria incluso cultural?¿No saben que escribir no es trabajar? ¿Cómo pueden asociarse los editores, cuyo tristísmo deber es el de ganar dinero, y cuya índole es, por tanto, la determinada por el interés privado, ellos, que más aún que los políticos, son hombres públicos por definición? ¿Qué clase de contubernio es, pues, éste de la cooperativa Cedro, donde se asocian aquellos cuyo interés fundamental no puede ser sino el de que lo que han escrito, por creerlo verdadero o beneficioso para todos, alcance el mayor grado de difusión posible, aunque tenga que ser a través de fotocopias que no les dan un céntimo, con aquellos cuyo interés está en exprimir hasta la última perra chica lo que editan? No; en todo esto hay un grave malentendido y un error capital, o, mejor aún, capitalista. Y a la universidad de verano Ménendez y Pelayo debería caérsele la cara de vergüenza por haber permitido que semejante cooperativa de interés privado haya aprovechado un curso público para presentarse. Don Enric Ruiz, el presidente de Cedro, ha declardo, por lo visto, según cita entrecomillada del diario Ya, lo siguiente: “La fotocopia ha pasado de ser un adelanto técnico maravilloso a ser algo destructor”. ¡Qué asco el pollo, ¿verdad?, desde que pueden comerlo hasta los gitanos, frente a lo bien que sabía cuando sólo los ricos, y en domingo, podían permitírselo! Desde que el último estudiantucho con 70 duros en el bolsillo puede permitirse fotocopiar un libro científico de 4.500 pesetas también la máquina fotocopiadora se ha degradado de maravilla técnica en instrumento de destrucción, sobre todo teniendo en cuenta que los editores gravan con un 50 por 100 los derechos de autor de las reproducciones secundarias de las obras que han editado. Estos señores del progreso reniegan justamente de lo único bueno que el progreso puede ofrecer: abaratar lo escaso, haciéndolo abundante.
¿Adónde vamos a llegar con el neoliberalismo, protegiendo los intereses privados de los editores, frente al común interés público de la inseparable pareja escritor-lector? El ministerio de Cultura está absolutamente obligado a defender el interés público de los estudiantes, los aficionados y los espontáneos, no permitiendo a los editores –y a los escritores que se han equivocado de carrera– gravar las formas baratas de reproducción, así como recreando la Editora Nacional de la forma más prepotente posible, enterrando dinero a fondo perdido tanto en la edición de olvidados filósofos medievales como en obras que puedan ser rentables, sin miramiento alguno para el interés privado de los industriales de la imprenta. Ahí tiene tarea el nuevo ministro de Cultura, si todavía se acuerda, sin demasiada repungancia, de otros tiempos que desde luego yo no he olvidado.