El problema de coger al lector por las solapas, a mitad de camino, aunque lo hagas sólo para espabilarlo, es que la cosa no queda ahí. A partir de entonces no olvida tu aliento demasiado cercano. Es por eso que estas páginas van a la papelera.
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23. EL MINISTERIO Y EL INDULTO
En nuestra época, el lenguaje y los escritos políticos son ante todo una defensa de lo indefendible. Por tanto, el lenguaje político está plagado de eufemismos, peticiones de principio y vaguedades oscuras. El estilo inflado es en sí mismo un tipo de eufemismo. Una masa de palabras latinas cae sobre los hechos como una nieve blanda, borra los contornos y sepulta todos los detalles. El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que suelta tinta para ocultarse.
El ministerio de Justicia y la fiscalía que de él depende llevan diez años enredándose, como una larva en una tela de araña, en esa red sobre la que George Orwell escribió este párrafo en 1946. Si el estilo de la mentira tiende al trabalenguas es precisamente porque la verdad puede decirse por derecho, mientras que la mentira necesita tantear donde está la verdad y no perderla nunca de vista, para no coincidir con ella. La esquiva pero la necesita como referente. Los más altos responsables del ministerio y la fiscalía han dictado y segregado ese líquido negro creyendo que les serviría para ocultarse, sin saber que, al contacto con el aire, se solidificaba formando estos hilos fínisimos, pero resistentes, en los que ahora, como la mariposa ahogada en el tintero, se les ve atrapados: la palabra escrita no se la lleva el viento.
El insincero sólo tiene una posibilidad de salir eternamente indemne, y es el silencio. Ésa fue durante casi seis años, la estrategia desplegada tanto por el Gobierno del Partido Popular, como por el del Partido Socialista, después de que el fiscal jefe de Cataluña solicitara el indulto en favor de Ahmed Tommouhi y Abderrazak Mounib. La insistencia de un hombre apenas visible al fondo de la escena, que durante estos años ha venido soplando preguntas, a quienes por lo general sólo se pavoneaban sobre las tablas, anotando y entregando las respuestas al público y volviendo a repreguntar con una regularidad malaya, y el coro de voces que acabó uniéndosele, consiguieron que el ministerio y el fiscal hablaran. El registro de esa conversación, negro sobre blanco, confirma la exactitud de una frase de Baltasar Gracián: Es tan difícil decir la verdad como ocultarla.
Tanto el ex fiscal jefe de Cataluña, José María Mena, como los responsables ministeriales han actuado durante años convencidos de que Ahmed Tommouhi y Abderrazak Mounib son inocentes. El fiscal sabía, sin embargo, que los tribunales, dado el embrollo legal en el que se consumían los dos marroquíes y los estrechos límites que contempla el recurso de revisión en España, no iban a reconocer esa inocencia, a menos que alguien hilara tan fino como para descoser esos límites. Mena tenía la “convicción profunda” de que no se habían cometido un error, sino siete; y que se se habían cometido bajo sus órdenes. habían cometido bajo sus órdenes. El 30 de abril de 1999 evacuó el indulto.
El ministerio, con la solicitud sobre la mesa, la guardó en el cajón. Las razones que movieron al Gobierno del Partido Popular a esa decisión se mantuvieron, durante los cinco años que iba a durar su gobierno, envueltas en un prudente silencio. Las del Partido Socialista, sin embargo, quedaron a la vista de todos cuando el entonces ministro de Justicia, Juan Fernado López Aguilar, dijo a un periodista de El País: “El Gobierno ha decidido que no es un mensaje asumible indultar a una persona condenada por violación”. Era el 7 de mayo de 2006.
El ministerio había decidido no indultarlos por la misma razón que no quería denegárselo: porque fueran inocentes. De haberlo resuelto favorablemente, las víctimas le habrían reclamado una explicación y la única razón que podía dar –que fueran inocentes– era inconfesable. El propio Tommouhi habría pedido que le explicaran cómo es que el brazo de la Ley no alcanzaba a proteger –el indulto es una decisión extrajudicial– allí donde había llegado para castigar. Ésa era la razón también por la que no querían resolverlo, como acabará reconociendo un portavoz ministerial, porque no querían denegárselo. La posibilidad contraria, que fueran culpables, no pudo estar nunca detrás de un retraso de tantos años, pues cada año se deniegan miles de indultos y nadie pregunta las razones, y mucho menos cuando se trata de un violador, que no es lo mismo, bien lo sabía el ministro, que “una persona condenada por violación”. El ministerio se acogió al argumento de que formalmente habían sido condenados, para no tener que justificarse sobre la injusticia material que sospechaba se había cometido, ni tener que dar explicaciones a las víctimas. Los dos marroquíes condenados por error se convirtieron así en una de esas frágiles y aparentes treguas en las que cristaliza la irreconciliable pugna entre la insinceridad radical y la superficie de la lengua, en un mensaje inasumible, en esta época que todo lo asume.