Sinar Alvarado, un periodista venezolano, me pidió hace año y medio que le respondiera a estas preguntas por correo, para una nota de El Gatopardo. Al parecer, se publicó en el número junio de 2007. Nunca recibí el pdf prometido, así que cuelgo aquí lo que yo le envié, algo retocado. Lo he encontrado esta semana revisando archivos, y habla de los orígenes.
–¿Cómo fue tu primer contacto con el caso?
Llegué a este caso a través del blog de Arcadi Espada, en abril de 2004. Vivía en Poitiers (Francia), acogido como investigador invitado en Migrinter, un centro de investigación sobre migraciones internacionales. Las tardes daban para mucho. En el blog de Arcadi encontré un link: pinché y me reenvió a la página que Manuel Borraz tiene sobre el caso: recoge una ingente documentación, en gran parte rastreada en la prensa. Me sumergí y aquí sigo.
– ¿Cómo y cuándo decidiste que querías narrar la historia en un libro?
La idea de hacer un libro me empezó a rondar después de ver que la editorial Debate había abierto un Premio para un libro-reportaje: se podían presentar autores que hubieran publicado al menos un reportaje durante 2005 en algún medio sobre un tema que mereciera desarrollarse en un libro. Yo cumplía los requisitos, así que preparé una propuesta, técnicamente desastrosa, que envié en el último momento. El fallo se comunicaba a los autores el 30 de abril. El 3 de mayo de 2006 preparé un tramo (un espacio de media hora) del programa Hoy por Hoy de la Cadena Ser. La percha era que ese 30 de abril se habían cumplido siete años sin que el Gobierno hubiera resuelto el indulto que había solicitado en 1999 el Fiscal Jefe de Cataluña, José María Mena, para los dos marroquíes. Invitamos a un portavoz del Ministerio de Justicia (ni el Ministro, Juan Fernando López Aguilar, ni la jefa de la sección de indultos, Ana de Miguel, quisieron estar presentes), y acabó viniendo Adolfo Gallego, digamos, un técnico. Quiero decir que el Ministerio declinó enviar a ningún responsable político. Después de terminar el programa, me quedó la misma sensación de siempre: que se me había escapado vivo. Ni el espacio de una página de periódico, ni el tiempo de un programa de radio permiten el recorrido que necesita esta historia: más allá de las dramáticas casualidades, hay dos mil folios de sumario que explican toda esta ruina. Y luego están las consecuencias de esa ruina: los años de cárcel, las familias destrozadas, y también los hombres y mujeres, pocos, muy pocos, que desinteresadamente han ayudado y están ayudando a Ahmed y Abderrazak. Todo eso quedaba siempre fuera, y quedaba la vaga impresión de que es un tema irresoluble: me convencí de que un libro permitiría exhibir públicamente lo contrario: «que este caso parece irresoluble por la misma razón que debería haberse resuelto fácilmente: por su exceso», según una cita –nada literal– de E. A. Poe.
Evidentemente no gané el Premio de Debate, pero el libro ya llevaba tiempo escribiéndose sólo: así que llamé a Ahmed y a su hijo Khalid y les dije que iba a escribir un libro sobre su historia. Un año después llegó el Premio Crónicas.
— ¿Cuánto dirías que han pesado la política y los prejuicios raciales en el tratamiento que recibieron los acusados?
La política no ha pesado nada: es su insoportable levedad lo que los ha dejado en la estacada. Si tuvieran algún peso, si pudieran siquiera imaginarse todavía –y omito el sujeto deliberadamente– que su acción conserva algo de grave, como las graves consecuencias que acarrea su dimisión, por ejemplo, otro gallo nos cantaría. Pero no: son leves, leves como una sombra.
Los prejuicios raciales pudieron pesar, al principio, como costumbre: «de noche todos los gatos son pardos»: a la hora de las descripciones facilitadas por las víctimas, el perfil desarrollado por la policía, etc. Enseguida se dibujó al «árabe», a pesar de que las víctimas hablaron de gitanos, de acento sudamericano, o incluso hubo un chico que dudó, al identificar la lengua, entre «árabe o hebreo». Sólo cuajó la idea del «moro».
Después, sinceramente, creo que no fue un problema de racismo. Lo que no quiere decir que no influyera el que fueran marroquíes: influyó, desde luego. Porque Ahmed, por ejemplo, ni siquiera sabía de qué le hablaban cuando lo detuvieron; no tuvieron instrumentos para defenderse: ¿cómo lograría Ahmed entenderse con su abogado, hace catorce años, cuando todavía hoy es difícil entenderlo? ¿cómo defenderse ante el juez? Sí, al final, tuvo intérprete, pero la cadena llevaba demasiado tiempo engrasada. E influyó también porque Marruecos, el Gobierno marroquí, no ha movido un dedo por sus dos ciudadanos nacionales. Quizá con otro pasaporte…
.-¿Se conoce en España un caso similar, reciente?
Similar, desde luego que no. Por el número de años, por las evidencias, por el limbo legal en el que quedaron atrapados, por la indiferencia, no hay ninguno similar. Pero desde luego hay y ha habido otros casos de «inocentes en la cárcel» (de hecho el primer reportaje que publicamos en El País sobre el caso, con ese título, incluía otros casos), que han sido condenados por una mala identificación por parte de las víctimas.
–¿Después de divulgar la historia en los medios, de varias denuncias, por qué son tan pocos quienes ayudan?
Eso habría que pregutárselo, si acaso, a los que no ayudan. Y no digo que yo esté ayudando: de momento, yo sólo tomo notas.
[…]
–Te hago la pregunta que formuló una vez mounib: ¿puede durar tanto un error? ¿O no se trata sólo de un error de la justicia?
No. No puede durar tanto. De hecho, esa duración es la prueba de que no es un error. La teoría del error sirve, ante todo, para emborronar la posibilidad de que haya habido seis errores (fueron condenados en dos causas conjuntamente, y luego en dos más cada uno por su lado), que es una de las hipótesis que quiero demostrar en el libro. Pero más allá de eso. Creo que esta historia tiene dos partes: en la primera (hasta que se demuestra el error en una de las condenas, en la que se logró perfilar genéticamente unas muestras de semen), los marroquíes habrían sido condenados siendo inocentes. En la segunda, de ahí en adelante: su condena actual está resumida en una frase del anterior Ministro de Justicia, Juan Fernando L. A., cuando le preguntaron por el caso hace ahora un año: «El Gobierno ha decidido que no es un mensaje asumible indultar a una persona condenada por violación». Esa frase dice muchas cosas, casi todas involuntariamente. Dice, por ejemplo, que, a pesar de que el indulto como tal sigue sin resolverse (esto es, que ni se ha concecido ni denegado), ya se ha tomado la decisión y que se ha tomado fuera del Consejo de Ministros, que es donde está democráticamente previsto que se haga. Dice, además, y literalmente: «mensaje asumible»: esto es, que el hecho de indultar a Ahmed y Abderrazak, no constituye, por ejemplo, una posible salida legal, más o menos digna, a dos vidas arruinadas, con sus consecuencias prácticas: que fuera una forma de reconocer el error, por ejemplo, pues hace tiempo que se les habría denegado el indulto si no supieran que son inocentes. No: ya se trata sobre todo de un «mensaje». Y dice, por último, aunque sin decirlo, que no se atreve a decir «violador», sino «persona condenada por violación». La diferencia es brutal. Como se ve, las tres ideas afirmaciones, sin ser dicho, están diciendo que importa una higa si estos señores violaron o no violaron a las chicas. A Ahmed y a la familia de Mounib, sin embargo, sólo les importa eso: que se sepa que no violaron a las chicas.
Huelga decir que esa pregunta por el origen («¿ellos violaron o no violaron a esas chicas?») es mi meta, por decirlo a la manera de Kraus.
— ¿Cuáles son las principales dificultades que implica narrar esta historia?
Sin duda: la complejidad jurídica. El entramado legal en el que quedaron atrapados.
— ¿Sería este tu primer libro?
Sí.