Archivo mensual: mayo 2008

Sin papeles y Estado-Nación: la excepción contra la regla (excurso)

La UE aprobó a finales de la semana pasada una propuesta de directiva para ampliar el plazo máximo de retención de los inmigrantes sin papeles hasta un máximo de 18 meses. El objetivo es, según palabras del portavoz del PP Europeo, el alemán Manfred Webber, «presionar psicológicamente» al retenido para que confiese su país de orígen y así poder repatriarlo, o expulsarlo a algún otro que lo acepte. En países como Reino Unido, ese plazo es ilimitado: una presión psicológica de por vida, que no sé a qué esperamos para llamarlo tortura.

 

El gobierno español –en nuestro país ese plazo es ahora de 40 días– apoya el texto, que debe todavía pasar por el parlamento europeo. Por una vez, me permitirán un excurso, pues la relación que va consolidándose entre los países occidentales y su inmigración irregular, me parece un tema crucial: por su importancia numérica (hay millones de inmigrantes irregulares en la UE), y por el cariz que van tomando las cosas: un ordenamiento jurídico de excepción, contrario a cualquier planteamiento que pueda decirse propio de un estado de derecho. Durante dos años, trabajé académicamente sobre el tema, y escribí 200 páginas que ahora sabría resumir en diez palabras: «Sin papeles y Estado-Nación: la excepción contra la regla.»  Mientras las escribía, envié este artículo a la desaparecida revista Lateral, que lo publicó en su número 108, de diciembre de 2003. El artículo, sobre todo el párrafo final, sigue siendo perfectamente actual.

 

Repatriar apátridas

 

El 18 de febrero de 2003 apareció en EL PAÍS una información titulada: «El Gobierno negocia con Marruecos la devolución de inmigrantes subsaharianos», refiriéndose a la reactivación por parte del Gobierno del Partido Popular de los acuerdos que había firmado el Gobierno socialista con el marroquí en 1992, para que Marruecos acepte a los inmigrantes que la administración española demuestre, «por cualquier medio», que han entrado en España desde su territorio. El periodista aseguraba que ese acuerdo, de ponerse en práctica, «simplificaría la repatriación» de más de 8.000 subsaharianos cada año, lo cual simplifica peligrosamente la cuestión.

 

Unos meses antes tan sólo, el mismo periodista todavía se preguntaba ante los datos ofrecidos por la Delegación del Gobierno, cómo se podían repatriar inmigrantes de «nacionalidad desconocida», que decía la información gubernamental. «Ninguna de las fuentes de la Delegación del Gobierno de Extranjería e Inmigración ha explicado con suficiente claridad a este periódico cómo es posible repatriar a ciudadanos cuya nacionalidad se desconoce», se leía en EL PAÍS del 4 de noviembre del año anterior. Tres meses después, utiliza ya el término repatriación sin comillas para describir esa misma situación que, a lo que se ve, no ha habido tiempo para investigar: se diría que ha hecho suya la expresión; en verdad la expresión se ha hecho con él.

 

El propio término de repatriación es ya una simplificación, y por eso mismo tan operativa: se refiere tanto a los expulsados (que ya vivían en España) como a los devueltos en la frontera, simplificación contra la que todavía se nos advierte en la información de noviembre. Con esa síntesis técnica se pretende flexibilizar el proceso de deportación frente a la rigidez de las garantías formales del derecho. Para lo cual hace falta también procesar la información que va a hablar de ello, vaciando las palabras de significado sin que puedan ya adecuarse a los hechos. Una vez reducidas las palabras a su efecto, su éxito no dependerá en modo alguno de la verdad que contengan, sino de los medios técnicos que se empleen para reproducirlas. Para el caso de los subsaharianos que deportamos a Marruecos, el término «repatriación» tiene tanto que ver con la verdad como la canción del verano con la música.

 

La fina ironía de los redactores les salvó entonces de hacer frente a una “mentira práctica” que sirve de puente entre la obligación de la administración a actuar públicamente y la verdad de su actuación privada de control: por debajo del puente flotan las cosas que pasan. Y dado que la verdad sigue siendo revolucionaria, supone un grave riesgo y un inconveniente técnico mantenerla en secreto porque acecha siempre la sombra del escándalo que podría desencadenar su desvelamiento. Habrá, pues, que articular su falsificación publicándola en los periódicos para que quede así desarticulada a la mañana siguiente, porque todo el mundo la habrá olvidado.

 

Los propios términos de la formulación desvelaban su imposibilidad real: ¿cómo re-patriar a quién no se le conoce patria? A diferencia de otros oxímorons mucho más célebres y hermosos, como el sol negro de Borges, constituía una falsedad sólo en el plano de la verdad del enunciado, pero muy real y práctica en el de la manipulación administrativa y periodística de la verdad, como verdadero y práctico es el horror que oculta: sólo el año pasado fueron «repatriadas» dos-mil-quinientas-catorce personitas tan reales como usted y como yo, sin que se conociera su patria.

 

Esa manera de violentar la lengua para que encaje cualquier cosa y diga lo que no se puede decir, responde a la necesidad de asumir la violencia con la que encaja el procesamiento de los negros en el discurso de un así llamado Estado de derecho. Esa gimnasia lingüística informa la verdadera violencia haciéndola aceptable para todos, porque necesita también de nuestra complicidad. Tranquiliza mucho llamarlos subsaharianos, sobre todo cuando todo el mundo sabe que se les trata como a negros. «Lo peculiar de este fenómeno es sobre todo la capacidad de proseguir en este espíritu de forma creadora, llegando así a una nueva formación lingüística que pone a la lengua en concordancia con la necesidad imperiosa de una insinceridad radical y que hace justicia (…) al encubrimiento de toda clase de hechos vergonzosos. Apenas habrá un solo comunicado que no aporte un progreso en el sentido de revestir actos de violencia en normas.» (Karl Kraus).

 

Todavía en la noticia de noviembre se recogía una dificultad práctica, porque, se decía, «con los subsaharianos sucede que su expulsión es complicada porque no traen documentación y resulta difícil precisar su nacionalidad. Además, pocos países los admiten como ciudadanos». Entre los «pocos países» no se cuenta desde luego España, por lo que para solucionar problemas como ése se inventan artefactos técnicos como el de «repatriados de nacionalidad desconocida» y se firman acuerdos para simplificar las cosas, en este caso las cosas subsaharianas. El que no se hayan decantado todavía por la fórmula más económica del título de este artículo, se debe sin duda a que eso complicaría el procedimiento, pues «apátrida» es todavía un estatuto jurídico reconocido internacionalmente y entonces vendrían los abogados con sus consideraciones jurídicas y sus reclamaciones «imprácticas», esto es, «perjudiciales y equivocadas en un sentido técnico objetivo» (Carl Schmitt). También en el celo profesional con el lenguaje los abogados superan a los periodistas: venden más caras sus palabras.

 

La verdad es que los inmigrantes deportados van a parar a terceros países, como Marruecos, donde «con un poco de suerte acabarán siendo encarcelados, durante semanas o meses», comenta el despiece. «Marruecos no devuelve a los subsaharianos a sus países de origen porque carece de medios para hacerlo», y «a aquellos que no son ni detenidos ni devueltos se les ve con frecuencia deambular por las grandes ciudades marroquíes, sobre todo las del norte,» se lee a continuación. El Gobierno español conoce esa situación, y es que precisamente esa es la ventaja de la división internacional del trabajo sucio: la subcontratación permite delegar en otros responsabilidades que todavía no parecen asumibles por el fino paladar europeo, a pesar de lo acostumbrado que está a la higiénica y flexible proliferación de empresas de trabajo temporal y subcontratas, que sin ser igual desactivan lo mismo. Lo mismo que propone Bush cuando se trata de arrancar información a sus encarcelados sin causa: repatriarlos a otros países donde la legalidad asume que se los torture temporalmente. La flexibilidad se aplica también a la piel humana.

 

Esa «necesidad de asumir la violencia», es la consigna que en secreto gobierna nuestra política de deportaciones masivas. Porque, ¿cuál es en verdad el problema político de fondo ? Que el sistema político del Estado-Nación moderno no puede hacer frente al problema de los « indeportables », cuando se trata de un fenómeno masivo, sin una voladura controlada de sus propios cimientos. Esos « indeportables », que es la situación jurídica que oculta esa mentira de los « repatriados de nacionalidad desconocida », son la personificación de la sombra que arroja sobre el sistema de los Estados-Nación modernos el fenómeno de los « sin-estado » : que una vez que llevado por la necesidad has dejado de hecho el país en el que naciste, has sido arrojado por derecho de todos los demás, tan verdad ahora como cuando lo dijo Hannah Arendt. Es, al fin , el problema de ser un malnacido, como habría que empezar a llamarlos si queremos empezar a decir la verdad de lo que callamos para poder seguir pensando que somos Santa Teresa de Calcuta. Ser un malnacido y creerte encima que tienes derecho, como quien tiene madre, a ponerle remedio. Para hacer frente a la propia ilegalidad de ese malnacido, pues, cada estado trabajará indefectiblemente por la extensión de las competencias administrativas para así, frente a las garantías formales del Estado de derecho, poder flexibilizar el procedimiento y expulsarlo, con la intención de escapar a la “superstición formalista de la ley”. Esto es, traspasará todo el problema a la policía, que es quien mejor puede habérselas con ese « indeseable ». Y para que ese proceso de voladura del Estado de derecho pueda producirse de manera controlada, la falsificación lingüística informando de ello prestará un servicio inestimable, en tanto producción y distribución de “conceptos jurídicos indeterminados” que permiten normalizar la violencia, a la espera de que pueda ser legalizada.

Un hombre pide el indulto tras casi tres años preso por un error judicial

Mónica C. Belaza (EL PAíS)/Madrid 18/05/08

Jorge Ortiz, de 36 años, sólo puede ya implorar un indulto al Gobierno, como ha pedido su abogado, para salir de la cárcel. No le quedan vías legales para exigir que se haga justicia y se declare su inocencia. Fue condenado en 2005 a siete años de cárcel por dos atracos a punta de navaja. Una de las víctimas dudaba de que hubiera sido él. La otra, que en un principio lo identificó, se desdijo antes del juicio ante la policía e identificó a otra persona. A la policía se le olvidó unir al sumario de Ortiz esta nueva diligencia y el juez, inexplicablemente, no creyó a la víctima cuando contó en el juicio lo sucedido. Lo condenó con estas pruebas. Ni la Audiencia Provincial ni el Tribunal Supremo enmendaron el error. Su familia, preocupada por su estado psicológico, recaba ahora firmas para el indulto.

En febrero de 2004 se cometieron en Gijón decenas de robos a punta de navaja contra comerciantes, todos parecidos y perpetrados por una persona. La policía comenzó a enseñar fotos a los testigos. Jorge Ortiz aparecía en los álbumes policiales por algún delito -nunca con violencia- por el que había sido detenido. Sólo dos víctimas pensaron, viendo la foto, que podía ser el atracador. Una de ellas dijo, al ver la foto y en el reconocimiento en rueda posterior, que «creía» que era él. La otra, Ana Yolanda E., recuerda que no estaba segura cuando le enseñaron la foto, pero que firmó el papel porque la policía le dijo que había robado en otros sitios. Y asegura que después, en la rueda de reconocimiento, lo identificó «con total seguridad» porque lo recordaba de la fotografía.

Ortiz pasó cuatro meses en prisión preventiva. Durante ese tiempo, los atracos continuaron. Finalmente, la policía detuvo a otro hombre, Miguel Robles, que fue después condenado por 24 atracos. Tras esta detención, la policía fue a buscar a Ana Yolanda para enseñarle la foto de Robles. Ella no dudó. Dijo que estaba segura de que era él quien la había atracado y que se había equivocado al identificar a Ortiz porque ambos tenían marcas de granos en la cara. A la otra víctima no le enseñaron la foto de Robles.

La policía olvidó remitir esta diligencia a la causa seguida contra Ortiz, y fue juzgado. En la sala, la víctima que siempre dudó de la culpabilidad de Ortiz volvió a hacerlo. Y Ana Yolanda contó la historia de la segunda fotografía. Insistió en que el culpable era otro. El juez, Lino Rubio, del Juzgado de lo Penal número 1 de Gijón, no la creyó porque no tenía los papeles. Condenó a Ortiz a siete años de prisión y procesó a Ana Yolanda por falso testimonio. Las pruebas de cargo eran sólo los reconocimientos de las víctimas. La resolución habla también de contradicciones del acusado, pero de hecho casi se le acusa de no probar su inocencia, cuando es su culpabilidad la que debe demostrarse.

La sentencia fue apelada. La Audiencia Provincial de Asturias la confirmó sin entrar a valorar el hecho de que Ana Yolanda lo había exculpado ante la policía y el juez.Y Ortiz volvió a la cárcel.

Ana Yolanda fue después juzgada por falso testimonio. La absolvieron. En el procedimiento salió a la luz lo ocurrido con los policías, que dijeron que efectivamente habían ido a enseñarle la foto de Robles tras la detención, que ella se había desdicho del anterior reconocimiento y que había identificado con absoluta seguridad al nuevo sospechoso. Paradójicamente, este doble reconocimiento exculpó a Robles del robo a Ana Yolanda. Cuando se le juzgó por la veintena de atracos, sobre éste el fiscal no presentó acusación argumentando que si la testigo había reconocido «sin ningún género de dudas» a dos personas, el testimonio no era fiable.

Cuando salió la sentencia absolutoria de Ana Yolanda, el abogado de Ortiz, Guillermo Calvo, pidió un recurso de revisión ante el Supremo. Es un recurso extraordinario y complicado, para el que se exige que existan hechos nuevos que «evidencien la inocencia del condenado». Es decir, se invierte la carga de la prueba. No es suficiente con que haya dudas sobre la culpabilidad, sino que hay que probar que el reo es inocente.

El Supremo no lo admitió a trámite. La fiscalía, que informó desfavorablemente a la admisión del recurso, dijo que los hechos alegados -la retractación de la testigo- ya habían sido planteados ante el juez de lo Penal y que éste había decidido no darles credibilidad. Y asunto resuelto. De lo que no hablaron ni la fiscalía ni el Supremo fue de que el juez de lo Penal se equivocó al pensar que la mujer mentía, como había quedado demostrado por sentencia firme posterior. En cualquier caso, ahí acabaron las vías legales. Ortiz sólo puede confiar en el indulto por parte del Consejo de Ministros mientras sigue en prisión.

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La víctima de este caso, Ana Yolanda E.: «Él no fue quien me robó y nadie lo saca de la cárcel«.

Curiosamente, en este despiece sobre «Falsos Culpables» no aparece el caso de Abderrazak Mounib y Ahmed Tommouhi, que  en su día estuvo en el orígen de esa categoría de inocentes condenados por la cara.

Y sin duda alguna también, todo lo contrario

La madrugada del 3 de noviembre de 1991 tres parejas fueron asaltadas en la provincia de Barcelona: las dos primeras, entre las doce y las doce y media de la noche, en Vilafranca del Penedès; la tercera, entre las dos y las tres, en un polígono en el norte de Terrassa. Las ruedas de reconocimiento que se hicieron, con Tommouhi y Mounib como sospechosos, arrojaron los imposibles resultados, respecto a Mounib sobre todo, que ya registré aquí.

En una de las causas de Vilafranca, Abderrazak Mounib fue condenado el 19 de Octubre de 1995 por un delito de coacciones y daños cometido contra A. y su novio. La sentencia declaró probado que Mounib había sido el hombre que con un una linterna en la mano se acercó primero al coche de la pareja y, dirigiéndose al conductor, les pidió «que se marcharan del lugar porque se estaban cometiendo unos robos». La magistrada-juez destacó que era «lógico que A. no reconociera al acusado, puesto que ya manifestó y así lo ha corroborado en la vista oral, que no vió a la persona que se dirigió [a su novio], sino al que acudió pesteriormente con la cara tapada y esgrimiendo una pistola». La pareja había arrancado el coche y huido a continuación. 

Las ruedas de reconocimientos en las que se basó la condena (cuatro meses de arresto mayor, diez días de arresto menor, y 250.000 pesetas de multa), se celebraron en la cárcel de Tarragona, a dónde la juez de instrucción, Marta Planells i Batalla, había dirigido un escrito para que se reunieran «cuatro personas de las mismas características o semejantes» a Abderrazak Mounib. El 12 de dicimbre de 1991 se celebraron esas ruedas, aunque las cuatro personas reunidas compartieron rueda tanto con Abderrazak Mounib como con Ahmed Tommouhi, a pesar del nulo parecido físico que había entre ambos.

La chica no es que no reconociera a Abderrazak Mounib, como señala la sentencia, sino que señaló «sin ningún género de dudas» a una de esas personas, Kechoui S., y eso es muy distinto y me insipira varias preguntas. La magistrada que condenó a Abderrazak Mounib, Araceli Aiguaviva i Baulies, me recibió en su despacho del juzgado número 17 de lo penal hace ya casi dos meses y amablemente se ofreció a atender a mis preguntas. Visto que no recordaba el caso con suficiente precisión, me sugirió que le enviase las preguntas por mail y que con el sumario a mano, me las respondería. Estas son las preguntas que le envié anoche:

1.- La única prueba de cargo contra el acusado, Abderrazak Mounib, fue la identificación en rueda sostenida por el chico, J. C. Usted consideró «lógico» que la chica, A. S., no hubiera reconocido al acusado, pero la chica no sólo es que no lo reconociera, sino que señaló «sin ningún género de dudas» y por dos veces (folios 85 y 86) a otra persona. Esa otra persona era uno de los cebos reunidos por la prisión, por lo que, en principio, el error era manifiesto. Ella, sin embargo, lo aseguró por dos veces: y si bien declaró que sólo había visto al individuo que portaba la pistola, no quita que lo que ello significaba precisamente era que la de la pistola era la que ella había señalado por dos veces. ¿Qué razón le llevó a considerar que el señalamiento del chico, sin embargo, era certero, si no había ningún indicio objetivo, como tampoco lo había en el caso de la chica, que lo corroborara? 

2.-Las actas certifican que las personas que acompañaban a los sospechosos en las cuatro ruedas fueron siempre las mismas: tanto para las dos ruedas celebradas con Ahmed Tommouhi, como para las dos celebradas con Abderrazak Mounib. Esto hizo que, en la tercera rueda (a juzgar por el orden de foliado, tanto de la instrucción como de su juzgado), los testigos tuvieran delante a cuatro personas que ya veían por tercera vez, y una –Abderrazak Mounib– a la que veían por primera vez. ¿Consideró usted la posibilidad de que este hecho, que indudablemente contribuyó a individualizar al imputado, hubiera influido en la percepción del testigo?  

 

Haciendo pie

No podía avanzar sin escribir esto, y como no estoy seguro de que vaya a mantenerlo finalmente en el libro, lo traigo aquí para que sepan al menos dónde hago pie. La imprecisión del lenguaje no es sólo que sea un problema moral, para mí es también el tapón (¿es posible escribir?) que hay que quitar para empezar a escribir, pero que amenaza siempre con llevarse al niño con el agua sucia. Este fragmento es, pues, a la vez un filtro y una escafandra, sumergido como estoy en la segunda parte del texto.

4.- El semen en tinta se diluye 

La irreductible distancia que hay entre la palabra y el mundo del que habla, lejos de ser un obstáculo para que pueda decirse de una frase que es verdadera, es la condición que permite verificarla. La fuerza notarial de un inventario reside en que en algún armario están las cosas que el acta enumera, no en que las cosas y el acta sean lo mismo. Así también la prosa de las sentencias. Es cierto que una sentencia desencadena/crea acontecimientos que empujan esa literalidad hasta hacerla, en un sentido práctico, incorregible: el tiempo en la cárcel será ya irremplazable por mucho que la sentencia pueda luego, una vez descubierto el error, revocarse y reconocerse injusta. Contra ese problema, sin embargo, tan peligrosa resulta la pretensión de eliminar la distancia ahormando el mundo al pie de la letra, como hablando de él como si fuera una metáfora desgastada.
    Franz Kafka describió, en La colonia penitenciaria, un aparatoso invento, compuesto por una cama sobre la que se tendía y ataba al reo y una rastra de finísimas agujas que descendía hasta rozar imperceptiblemente la piel de éste, que escribía la sentencia sobre el cuerpo mismo del condenado: «En cuanto el hombre está bien atado, la cama es puesta en movimiento. Vibra simultáneamente hacia los lados y de arriba a abajo con sacudidas mínimas y muy rápidas. Seguro que ya ha visto aparatos similares en algunos sanatorios, solo que en nuestra cama los movimientos están todos calculados al milímetro, pues tienen que ajustarse con total precisión a los de la rastra. Es a ésta a la que se encomienda la ejecución real de la sentencia».  La expresión «ejecución real de la sentencia» subraya bien esa confusión entre lenguaje y mundo, entre la frase y su cosa, como si una sentencia que dictara una pena de muerte, por ser una silla eléctrica la que la ejecuta, fuera menos real. La infalible literalidad de la condena, en La colonia penitenciaria, es siempre una condena a muerte, y así el mecanismo provoca en pocos días la muerte del condenado. La representación jurídica (la sentencia) y lo real (la ejecución) se funden en el cuerpo moribundo del reo. No hay verificación posible, y no sólo porque no sepamos qué dice la sentencia: es sobre todo porque la motivación –el protagonista de El Proceso tampoco sabrá nunca de qué se le acusa– se produce en ese plano intermedio en el que dialogan las palabras y los hechos, en el que podemos establecer qué ha ocurrido y las consecuencias que de ello deben derivarse, y que como tal Kafka ha consecuentemente eliminado.
    La condena por la violación de Olesa de Ahmed Tommouhi y Abderrazak Mounib comenzó a fraguarse, a realizarse, por un procedimiento inverso, pero igualmente inexorable: consistió también en eliminar esa distancia entre la representación (la sentencia que les atribuía la violación) y lo real (la violación), pero virtualizando las frases con las que se fue tejiendo la instrucción hasta que el mundo real había desaparecido y el contendio del sumario era, técnicamente, inverificable. El rastro de ese despegue del mundo, sin embargo, se distingue en la prosa del sumario desde el mismo 14 de noviembre de 1991 en que ambos pasaron la primera rueda de reconocimiento conjunta. M., la chica, aseguró dos días consecutivos que Ahmed Tommouhi era uno de los violadores. El acta del 13 de noviembre de 1991 transcribe así su afirmación: «Que es el 4º empezando por la izquierda». Y así la del 14: «Que reconoce sin ninguna duda al 1º [A. Tommouhi] y al 3º [A. Mounib] como los inculpados». La posibilidad de verificar el contenido real de su declaración ha sido, formalmente, eliminada en la segunda, puesto que el enunciado –«los inculpados»– está ya desplazando el contenido real de la expresión hacia el interior del sumario, desconectándolo así del mundo exterior. Ahmed Tommouhi no violó a M, con lo que es un error manifiesto que la chica diga que uno de los violadores era «el 4º empezando por la izquierda». Precisamente porque el 4º por la izquierda era Ahmed Tommouhi, la frase es falsa, una falsedad que se corresponde con el hecho real de que, efectivamente, él no la violó, y así lo prueban los restos de semen analizados. «De lo que se trata al fin y al cabo es de que la verdad formal y la verdad material coincidan», me dijo uno de los jueces que condenó a Antonio García Carbonell por las violaciones de la primavera de 1995. Ese fin, sin embargo, empieza a emborronarse desde el momento en que la acusación se enuncia formalmente de manera que no pueda ya corresponderse con la materialidad a la que se refiere. El inconveniente del segundo día reside en que si bien sigue siendo falso que fuera su violador, ahora es cierto, tomada la expresión en su literalidad, que era el «imputado», pues es ésta la exacta situación jurídica en la que se encontraba el señor Tommouhi (y el señor Mounib, señalado como «el 3º» en ese acta). 
         La mano del secretario –la letra redonda y grande parece de mujer– registró con ese ligerísimo desplazamiento semántico en las actas de ese día, un profundo corrimiento de tierras, según el cual las actas podían ser literalmente ciertas al mismo tiempo que materialmente falsas, descoyuntando así la buscada correspondencia entre una verdad y otra. Si el oficial de La colonia penitenciaria trabaja convencido de que la letra con sangre entra, la secretaria del Jugado de Instrucción nº 14 de los de Barcelona en 1991 lo hacía quizá sin saber que, con esa forma típica de hablar y de escribir, el semen en tinta se diluye.