La UE aprobó a finales de la semana pasada una propuesta de directiva para ampliar el plazo máximo de retención de los inmigrantes sin papeles hasta un máximo de 18 meses. El objetivo es, según palabras del portavoz del PP Europeo, el alemán Manfred Webber, «presionar psicológicamente» al retenido para que confiese su país de orígen y así poder repatriarlo, o expulsarlo a algún otro que lo acepte. En países como Reino Unido, ese plazo es ilimitado: una presión psicológica de por vida, que no sé a qué esperamos para llamarlo tortura.
El gobierno español –en nuestro país ese plazo es ahora de 40 días– apoya el texto, que debe todavía pasar por el parlamento europeo. Por una vez, me permitirán un excurso, pues la relación que va consolidándose entre los países occidentales y su inmigración irregular, me parece un tema crucial: por su importancia numérica (hay millones de inmigrantes irregulares en la UE), y por el cariz que van tomando las cosas: un ordenamiento jurídico de excepción, contrario a cualquier planteamiento que pueda decirse propio de un estado de derecho. Durante dos años, trabajé académicamente sobre el tema, y escribí 200 páginas que ahora sabría resumir en diez palabras: «Sin papeles y Estado-Nación: la excepción contra la regla.» Mientras las escribía, envié este artículo a la desaparecida revista Lateral, que lo publicó en su número 108, de diciembre de 2003. El artículo, sobre todo el párrafo final, sigue siendo perfectamente actual.
Repatriar apátridas
El 18 de febrero de 2003 apareció en EL PAÍS una información titulada: «El Gobierno negocia con Marruecos la devolución de inmigrantes subsaharianos», refiriéndose a la reactivación por parte del Gobierno del Partido Popular de los acuerdos que había firmado el Gobierno socialista con el marroquí en 1992, para que Marruecos acepte a los inmigrantes que la administración española demuestre, «por cualquier medio», que han entrado en España desde su territorio. El periodista aseguraba que ese acuerdo, de ponerse en práctica, «simplificaría la repatriación» de más de 8.000 subsaharianos cada año, lo cual simplifica peligrosamente la cuestión.
Unos meses antes tan sólo, el mismo periodista todavía se preguntaba ante los datos ofrecidos por la Delegación del Gobierno, cómo se podían repatriar inmigrantes de «nacionalidad desconocida», que decía la información gubernamental. «Ninguna de las fuentes de la Delegación del Gobierno de Extranjería e Inmigración ha explicado con suficiente claridad a este periódico cómo es posible repatriar a ciudadanos cuya nacionalidad se desconoce», se leía en EL PAÍS del 4 de noviembre del año anterior. Tres meses después, utiliza ya el término repatriación sin comillas para describir esa misma situación que, a lo que se ve, no ha habido tiempo para investigar: se diría que ha hecho suya la expresión; en verdad la expresión se ha hecho con él.
El propio término de repatriación es ya una simplificación, y por eso mismo tan operativa: se refiere tanto a los expulsados (que ya vivían en España) como a los devueltos en la frontera, simplificación contra la que todavía se nos advierte en la información de noviembre. Con esa síntesis técnica se pretende flexibilizar el proceso de deportación frente a la rigidez de las garantías formales del derecho. Para lo cual hace falta también procesar la información que va a hablar de ello, vaciando las palabras de significado sin que puedan ya adecuarse a los hechos. Una vez reducidas las palabras a su efecto, su éxito no dependerá en modo alguno de la verdad que contengan, sino de los medios técnicos que se empleen para reproducirlas. Para el caso de los subsaharianos que deportamos a Marruecos, el término «repatriación» tiene tanto que ver con la verdad como la canción del verano con la música.
La fina ironía de los redactores les salvó entonces de hacer frente a una “mentira práctica” que sirve de puente entre la obligación de la administración a actuar públicamente y la verdad de su actuación privada de control: por debajo del puente flotan las cosas que pasan. Y dado que la verdad sigue siendo revolucionaria, supone un grave riesgo y un inconveniente técnico mantenerla en secreto porque acecha siempre la sombra del escándalo que podría desencadenar su desvelamiento. Habrá, pues, que articular su falsificación publicándola en los periódicos para que quede así desarticulada a la mañana siguiente, porque todo el mundo la habrá olvidado.
Los propios términos de la formulación desvelaban su imposibilidad real: ¿cómo re-patriar a quién no se le conoce patria? A diferencia de otros oxímorons mucho más célebres y hermosos, como el sol negro de Borges, constituía una falsedad sólo en el plano de la verdad del enunciado, pero muy real y práctica en el de la manipulación administrativa y periodística de la verdad, como verdadero y práctico es el horror que oculta: sólo el año pasado fueron «repatriadas» dos-mil-quinientas-catorce personitas tan reales como usted y como yo, sin que se conociera su patria.
Esa manera de violentar la lengua para que encaje cualquier cosa y diga lo que no se puede decir, responde a la necesidad de asumir la violencia con la que encaja el procesamiento de los negros en el discurso de un así llamado Estado de derecho. Esa gimnasia lingüística informa la verdadera violencia haciéndola aceptable para todos, porque necesita también de nuestra complicidad. Tranquiliza mucho llamarlos subsaharianos, sobre todo cuando todo el mundo sabe que se les trata como a negros. «Lo peculiar de este fenómeno es sobre todo la capacidad de proseguir en este espíritu de forma creadora, llegando así a una nueva formación lingüística que pone a la lengua en concordancia con la necesidad imperiosa de una insinceridad radical y que hace justicia (…) al encubrimiento de toda clase de hechos vergonzosos. Apenas habrá un solo comunicado que no aporte un progreso en el sentido de revestir actos de violencia en normas.» (Karl Kraus).
Todavía en la noticia de noviembre se recogía una dificultad práctica, porque, se decía, «con los subsaharianos sucede que su expulsión es complicada porque no traen documentación y resulta difícil precisar su nacionalidad. Además, pocos países los admiten como ciudadanos». Entre los «pocos países» no se cuenta desde luego España, por lo que para solucionar problemas como ése se inventan artefactos técnicos como el de «repatriados de nacionalidad desconocida» y se firman acuerdos para simplificar las cosas, en este caso las cosas subsaharianas. El que no se hayan decantado todavía por la fórmula más económica del título de este artículo, se debe sin duda a que eso complicaría el procedimiento, pues «apátrida» es todavía un estatuto jurídico reconocido internacionalmente y entonces vendrían los abogados con sus consideraciones jurídicas y sus reclamaciones «imprácticas», esto es, «perjudiciales y equivocadas en un sentido técnico objetivo» (Carl Schmitt). También en el celo profesional con el lenguaje los abogados superan a los periodistas: venden más caras sus palabras.
La verdad es que los inmigrantes deportados van a parar a terceros países, como Marruecos, donde «con un poco de suerte acabarán siendo encarcelados, durante semanas o meses», comenta el despiece. «Marruecos no devuelve a los subsaharianos a sus países de origen porque carece de medios para hacerlo», y «a aquellos que no son ni detenidos ni devueltos se les ve con frecuencia deambular por las grandes ciudades marroquíes, sobre todo las del norte,» se lee a continuación. El Gobierno español conoce esa situación, y es que precisamente esa es la ventaja de la división internacional del trabajo sucio: la subcontratación permite delegar en otros responsabilidades que todavía no parecen asumibles por el fino paladar europeo, a pesar de lo acostumbrado que está a la higiénica y flexible proliferación de empresas de trabajo temporal y subcontratas, que sin ser igual desactivan lo mismo. Lo mismo que propone Bush cuando se trata de arrancar información a sus encarcelados sin causa: repatriarlos a otros países donde la legalidad asume que se los torture temporalmente. La flexibilidad se aplica también a la piel humana.
Esa «necesidad de asumir la violencia», es la consigna que en secreto gobierna nuestra política de deportaciones masivas. Porque, ¿cuál es en verdad el problema político de fondo ? Que el sistema político del Estado-Nación moderno no puede hacer frente al problema de los « indeportables », cuando se trata de un fenómeno masivo, sin una voladura controlada de sus propios cimientos. Esos « indeportables », que es la situación jurídica que oculta esa mentira de los « repatriados de nacionalidad desconocida », son la personificación de la sombra que arroja sobre el sistema de los Estados-Nación modernos el fenómeno de los « sin-estado » : que una vez que llevado por la necesidad has dejado de hecho el país en el que naciste, has sido arrojado por derecho de todos los demás, tan verdad ahora como cuando lo dijo Hannah Arendt. Es, al fin , el problema de ser un malnacido, como habría que empezar a llamarlos si queremos empezar a decir la verdad de lo que callamos para poder seguir pensando que somos Santa Teresa de Calcuta. Ser un malnacido y creerte encima que tienes derecho, como quien tiene madre, a ponerle remedio. Para hacer frente a la propia ilegalidad de ese malnacido, pues, cada estado trabajará indefectiblemente por la extensión de las competencias administrativas para así, frente a las garantías formales del Estado de derecho, poder flexibilizar el procedimiento y expulsarlo, con la intención de escapar a la “superstición formalista de la ley”. Esto es, traspasará todo el problema a la policía, que es quien mejor puede habérselas con ese « indeseable ». Y para que ese proceso de voladura del Estado de derecho pueda producirse de manera controlada, la falsificación lingüística informando de ello prestará un servicio inestimable, en tanto producción y distribución de “conceptos jurídicos indeterminados” que permiten normalizar la violencia, a la espera de que pueda ser legalizada.