Las cartas boca arriba

La palabra de las víctimas es clave en esta historia. Reúno declaraciones, informes, comentarios, incluso algún escrito que una de ellas hizo circular en su día para oponerse al indulto solicitado por el Fiscal Jefe de Cataluña en 1999. La mayoría de las víctimas, sin embargo, no quiere hablar: He hablado por teléfono con tres de ellas, y con el novio de la chica a la que robaron en Terrassa. De momento.

La sinceridad despeja la conversación: aclara por dónde debes ir, qué decir y que no. Pero en según qué circunstancias puede tener efectos contraproducentes. Desde luego, un teléfono sonando 16 años después, en casos como éste,  con una voz quizá aspera, reúne muchas de esas circunstancias. Una me despachó en minuto y medio: las otras dos aceptaron hablar un cuarto de hora, pero insistiendo en que no querían volver sobre el tema. El cuarto dijo lo mismo: no.

A las que todavía no había llamado por teléfono, he decidido escribirles. Me parece menos brusco, y  permite explicar mejor la historia y mi interés, y da tiempo para rumiar la respuesta. Las cartas van certificadas y con acuse de recibo, así que sabré al menos si las han recibido. (Por cierto, la carta abierta del pasado 7 de enero, dirigida a Margarita Robles, magistrada del Tribunal Supremo, también fue enviada a su despacho, por correo).

La estrategia de la escritura es siempre la misma: intento compensar el interés general y el particular. Me presento en dos líneas –cuando tenía las dos primeras escritas e impresas, me pareció importante añadir mi edad, 29 años–,  explico por qué les escribo, resumo muy brevemente el caso general, y concreto los aspectos que más me interesan de cada una de ellas. Añado también que el interés se centra en lo que ocurrió después: y no tanto en revivir la noche de autos.

El gran problema, obviamente, es la distancia. El tratamiento es de «estimada»: el cuidado me hizo consultar con dos colegas si no podría tomarse como demasiado cercano. Creo que no, que no hay fórmula en castellano menos alambicada que ésa, y que tampoco nadie lo tomará como un exceso de confianza.

No nombro ni describo lo ocurrido: utilizo el eufemismo de «unos hechos», «el hecho ocurrido en Cornellà el 7 de noviembre de 1991», etc. Detesto los eufemismos. Pero me ha parecido que preservaba mejor su intimidad, en caso de que la carta cayera en otras manos.

Y también he pensado mucho en si publicarlas aquí o no. Y cuándo. Janet Malcom, en El periodista y el asesino, analiza con asombro las cartas que el periodista Joe McGinnis envió al asesino Joe Macdonald para convencerle de que fuera el protagonista de su best seller, Fatal Vision. Las cartas prueban las intenciones del periodista, y el modo en que las disfraza. Por eso pensé, al leer a Malcom, que de escribir yo cartas a alguno de los protagonistas, debería evidentemente publicarlas aquí. Para que conste cuáles son las mías. La carpeta «Correspondencias» se abrió con esa idea.

Pero no pensaba  en las víctimas. Las tres primeras están enviadas. Les hablo del blog, y les animo a consultarlo para que puedan ver en qué me baso para seguir adelante. Pero no les aviso de que su carta  fuera a ser publicada. Así que me veo en cierto modo atrapado entre la obligación de la transparencia, y el respeto hacia las víctimas. Me parece que si las leyeran sabiendo que  están a la vista de todo el mundo, provocaría un efecto de intromisión aún más violento que el del teléfono. Tendrían derecho a sentirse incómodamente observadas.

Así que este comentario es una salida provisional: dejo constancia de que están escritas y enviadas, pero sin hacerlas públicas antes de hablar con ellas.

Después de muchos días, y distintos pareceres, confieso que al empezar a escribir esta entrada creía que era definitiva la decisión de publicarlas.

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