Las víctimas en general, y las víctimas de delitos sexuales, muy en particular, reclaman el anonimato. Los juicios a puerta cerrada son una consecuencia directa de esa idea tan extendida de que respetando su derecho a la intimidad, estamos poniéndonos de su parte. Más allá de las cuestiones que plantea esa desaparición del público como juez de los que administran justicia, que es un problema político de graves consecuencias jurídicas, no estoy ni siquiera seguro de que ese sagrado anonimato sirva a su pretendida intención de proteger a las víctimas.
El crimen es una forma de negación. No sólo física. Estos que violan, parece una obviedad que necesitan primero reducir al otro a lo que ellos imaginan que es. Esta idea está presente en la mayoría de las declaraciones de las víctimas que he leído. El insulto es una forma de facilitarse el crimen, o por lo menos lo precede a menudo. En consecuencia, la réplica de las víctimas, redobla los insultos y los golpes que reciben. Los violadores pedían sobre todo dos cosas: que las chicas se callaran, o que repitieran lo que ellos querían oír: que eran «unas guarras», por ejemplo. Las dos redundan en lo mismo: en negarlas.
La violación sigue siendo, en gran medida, un tabú. Por supuesto que entiendo que las víctimas no quieran mostrarse en público. Nadie en su sano juicio puede pretender que no sea compresible. El dolor no puede ponerse en común. Lo que no tengo tan claro es que se trate de una decisión estrictamente personal. Un tabú es un silencio generalizado. El trauma sufre el tabú en carne propia.
Un silencio generalizado, pero también una forma de estar de acuerdo, solo que secretamente compartida. Que no es lo mismo. Sólo quiero reiterar con esto que comprendo el trauma, pero que no moveré un dedo por el tabú. Apuesto a que nadie aplaudiría con tanta firmeza ese tabú como el médico aquel que trató a las chicas de La Secuita «como si fueran unas frescas», según contó uno de los padres al juez. Quien más allá de comprenderlo, defiende ese silencio como un acto de reparación con las víctimas, en el fondo comparte el mismo fetichismo impotente que el violador: que las chicas tuvieron su parte de culpa.
Una reflexión muy interesante. Algo parecido pasa con los «abusos de menores». No tengo muy claro de dónde viene el mayor daño: del propio abuso, del sentimiento de culpa que el agresor suele inducir en el agredido, o de la culpa sospechada por el resto de la sociedad, también en el agredido.