Diario de campo: 18 enero 2007. 23:03. Barcelona
Hoy he visto a otros. Y he hablado, por teléfono, con bastantes otros más. Pero voy a empezar por Abdel. Abdel Mounib. El hijo mayor del otro. ¿28 años?. El otro, en este caso, es el que está muerto. Abderrazak Mounib. De un infarto, el 26 de abril de 2000, en la cárcel de Can Brians, cumpliéndose así su vaticinio: «A mí no me van a soltar. De aquí me sacarán muerto». Está enterrado en Fez, Marruecos, donde había nacido 48 años antes. Hoy tendría 55.
Vaqueros, camiseta –imagino que de manga larga–chaqueta de pana fina marrón: una gorra caída hacia atrás, con la visera casi como una peineta. Tiene los ojos grandes, algo tristes, y una vieja cicatriz en la nariz partida.
Hablamos a ratos. Yo me quedo sin preguntas: el mira a cualquier lado. El bar está lleno. El Madrid-Betis de copa en televisión. Entre los clientes, muchos son marroquíes. Hay españoles también. Bar El Balcón III, aquí al lado. Yo también miro. Al final de la barra, se bajan unos escalones y hay un salón con mesas: El humo se agolpa, denso, sobre el techo, a no mucha más altura que la barra donde nosotros estamos. Un hombre con el cuerpo echado sobre la mesa, parece sujetarse la cabeza con una mano para poder fumar con la otra. Hay un tercio de cerveza a su lado.
Están esas escaleras que bajan, y hay otras que suben a una jaula como una mezzanine. Digo una jaula porque salvo la puerta, el resto del lateral que da como un balcón sobre la barra, es una tela metálica: dentro hay una mesa de billar y algunos jóvenes que beben cervezas mientras van metiendo bolas: entre golpe y golpe.
Abdel viene mucho por aquí. A jugar al billar, entre otras cosas. Le gusta. Mientras hablamos, de vez en cuando se abre la puerta de la jaula y se asoma alguien, como el cuco del reloj, para decirle algo. En árabe. Por el tono y por lo que le contesta Abdel –«¡pero si te gano!»–, parece que sale a retarlo.
¿Desde la cárcel, tu padre os escribía?, le pregunto: me interesa cualquier papel, cualquier rastro que dejara. «No, a nosotros no». ¿Pero él sí que sabía escribir y leer?. Abdel: «Sí, sí. Mi padre escribía en la cárcel en un libro, en un diario. Cuando se murió no estaba entre las cosas suyas que nos entregaron. Había otras cosas, pero no el libro que yo había visto cuando le visitábamos». [Luego le he preguntado a Ahmed sobre ese diario: «yo nunca le ví escribir en un libro», me dice]
Abdel dice que faltaba muchas veces al colegio: «siempre estaba con mi padre». Estaba de viaje, vendiendo en la Junquera. Abderrazak trabajó casi siempre como vendedor ambulante, «menos algún tiempo que trabajó de guardia jurado vigilando una obra que había en Diagonal con Marina, donde está la plaza de toros». (…)
«Mi padre movía más desde la cárcel, que muchos desde fuera», dice, retomando la conversación por el pico de si sabía escribir y leer. Me cuenta que él le llevaba tarjetas de teléfono de 2.000 pesetas y que con ellas su padre llamó al consulado, a la televisión, a los abogados. Que al principio no le dejaban, pero que luego consiguió un permiso del director y le dejaron llamar todo el tiempo, cuando quería. «Escribió al Rey, al Presidente de la Generalitat, del Gobierno, a todo el mundo…», añade Taïbi, el amigo de Mounib que nos acompaña paseando por el barrio y que nos ha traído hasta Abdel. Nos ha presentado también a Mustafa. (…) A Mustafá le pregunto si él también estaba el día que lo detuvieron: «estaba sentado con nosotros», me cuenta. Quedo con él para hoy, sobre las tres de la tarde, en el Bar Reventós.
Abdel pone en palabras, algo amargas, lo que ya me habían reconocido Taïbi y Noureddine. Que después de ese primer día que lo detuvieron y se juntaron quince o veinte amigos para ir al juzgado al día siguiente y pagar a un abogado que lo defendiera, después de aquello se olvidaron, si no de su padre, sí de su madre y de ellos. Ellos son él y sus tres hermanos pequeños.
«Mi madre ha sufrido mucho, y en aquel tiempo nadie le dio un trabajo. Nada. Mi madre no pedía dinero. Pero nadie vino y le dijo, oye, mira, toma y aquí tienes un trabajo. Mi madre salió a buscarlo: a limpiar bares y escaleras, para poder mantenernos. Gracias a mi madre que nosotros estamos aquí ahora, la verdad».
Al contrario que su familia –«yo sabía que mi padre no podía haber hecho nada porque yo estaba muchos días con él, por el día y por la noche: íbamos a todos los bares, a todos sitios juntos», dice refiriéndose a los días de La Junquera– los otros, sus amigos, «hay muchos amigos que son amigos de boca», se queja, viene a decir Abdel que pasaron algunos años mirando a otra parte. Qué iban a hacer, también añade. El mismo abogado al que llamaron el primer día […]
Abdel no dejó sólo a su padre durante los juicios tampoco. «A todos, fui a todos», dice. Del de Tarragona, dice que la gente les gritaba y les insultaban por los pasillos: «moros hijos de puta: os vamos a matar», dice que le gritaban los valientes a él y a su madre, en Tarragona.
Abdel se gana la vida con una furgoneta. En Los Encantes, un mercado de segunda mano y antigüedades que hay junto a la Plaza de Las Glorias, […]. Con ella compra «portes» y «lotes». Lo primero le sirve para ganarse un dinero como transportista: «yo no toco los muebles, ellos se lo cargan y ellos se lo descargan: yo sólo conduzco». Lo segundo, menos seguro, también a veces le permite ganar más, en menos tiempo. El tiempo que tarda en comprarle a alguien un lote de muebles o trastos viejos que quiere quitarse de encima, y él le da 20 ó 30 euros, para luego vendérselo a alguien que ve posibilidades de negocio revendiéndolo por separado, y le paga a él 150. Por ejemplo. Por las tardes, si no tiene nada que hacer, se viene aquí a jugar al billar y a tomar algún quinto de cerveza.
Le pregunto si su madre cobra alguna pensión. «El PIRMI se lo quitaron». El Pirmi es un subsidio social para los que no tienen nada. Algo así como una renta básica, o mínima. «Se lo pagaban mientras mi padre estaba en la cárcel: cuando se murió le quitaron la paga.» Ahora son menos, digo yo que debieron pensar. ¿Y la de viudedad, no tiene derecho a solicitarla? «No, no, porque mi padre no tiene quince años trabajados», dice, refiriéndose a quince años trabajados y cotizados.